Madurez psicológica y espiritual
Fuente: Mundo Cristiano, nº 675-676, Julio/Agosto 2016, pp. 82-84
Autor: Juan C. Ortega
Usted es un experto
en el psiquiatra Viktor Frankl, que escribió sobre el sentido del hombre y del
dolor. ¿Qué se
puede decir cuando alguien no entiende por qué le ha tocado una enfermedad o desgracia?
Lo
primero es escuchar, comprender, hacerse cargo de los sentimientos del otro, consolar
y compadecer. De este modo el dolor se comparte; y un dolor compartido, decía
Frankl, ya en algo disminuye. No se necesitan muchas palabras, sino alguien que
nos eche una mano. Ojalá nadie sufriera solo.
Del
diálogo, del encuentro con otras personas que nos quieren, surge un nuevo
significado de la vida y del dolor. Al ver nuestra existencia entrelazada con la
de los demás es más fácil intuir que el sufrimiento tiene un sentido, aunque
continúe siendo un misterio. El
por qué me ha tocado a mí abre
paso a un para qué: a cada uno
toca descubrirlo.
La enfermedad o la desgracia inevitable admiten numerosas
actitudes. He visto a muchas personas crecer ante los infortunios, con un
proyecto nuevo, esforzándose, por ejemplo, en mantener la alegría por amor a
alguien. Las circunstancias dolorosas se transforman en camino de madurez.
Para
un cristiano, además, brilla la figura de Jesucristo, que experimentó por amor
el sufrimiento físico y la angustia psicológica de sentirse abandonado. Siempre recordaré las palabras de consuelo que
me dijo un día un sacerdote: también Jesús lloró por la muerte de Lázaro. Y qué
paz nos da poder rezar como el Papa Francisco: Señor, yo no lo entiendo,
pero confío en ti.
Los cristianos vivimos la fe en nuestra existencia cotidiana: ¿con fe disminuye el riesgo de caer en enfermedades mentales?
Son
muchos los factores, tanto internos como externos, que influyen en la salud mental.
Desde una predisposición genética, hasta una conducta discordante con la naturaleza
humana; desde experiencias traumáticas, personales o familiares, a circunstancias
del clima o la sociedad, como la falta de luz de los países nórdicos o la
pobreza extrema y la guerra en otras latitudes.
En
este amplio marco, deseo referirme a uno decisivo y muy actual: vivir de acuerdo
con la identidad de mujer o de hombre es fundamental para conseguir una
personalidad armónica. Y esto es, en la opinión de muchos profesionales, el
mejor modo de prevenir enfermedades mentales. También por esto es grave que se
haga dudar a los niños de su propia identidad masculina o femenina, como ha advertido
recientemente el colegio de pediatría norteamericano.
¿Y, en concreto, cómo influye la fe?
Toda persona, creyente o no, puede llegar a un buen conocimiento
de sí misma y madurar un proyecto coherente con las disposiciones de su ser. Sólo la fe vivida con
coherencia ayuda a prevenir y afrontar mejor la enfermedad. Sólo esta fe hace entrever en el horizonte otra vida y estimula la esperanza que protege del pesimismo.
La certeza de que esta existencia se acaba y de que
alguien nos espera para preguntarnos si lo vivido ha valido la pena, si hemos
cumplido la misión, es una llamada más a la responsabilidad. Saber que hay
alguien interesado por nosotros, que nos quiere y espera una respuesta, nos
mueve a vivir conforme a la realidad de nuestro ser: en expresión de Frankl, ya
no nos preocupamos tanto de lo que esperamos de la vida, sino de lo que la vida
espera de nosotros. Esta visión de futuro sustentada por la fe es una buena
protección.
¿Qué puede hacer la familia de una persona con
trastornos mentales?
El
sufrimiento de la enfermedad mental aumenta por la falta de comprensión o las
etiquetas. No es infrecuente que a la impotencia del malestar psicológico se
añada el dolor de ser juzgado con dureza: eres
un inmaduro, te lo mereces, deja de quejarte que hay mucha gente peor que tú... El
papel de la familia será distinto según la enfermedad. Es clave que traten con
cariño y acojan al enfermo, que acudan al auxilio de los expertos, y no caigan
en acusaciones o lamentos estériles por el pasado. He visto muchas veces padres
que se sienten de algún modo culpables por la enfermedad de los hijos… o también
hijos que se sienten responsables de las patologías de sus padres… Un buen conocimiento
de la enfermedad mental les ayudará a vivir con serenidad: quizá descubran algunas
deficiencias personales que pueden haber influido, pero centrarse en ellas será
inútil. Con mucha probabilidad han hecho lo que sabían o podían…, por lo que no
sirve culpabilizarse, sino poner todos los
medios para mejorar.
A la hora de
enfocar el estrés, la ansiedad, una posible depresión: ¿Cuáles son las señales
que nos pueden alarmar?
Las
señales de alarma suelen ser reconocibles, pero hay que hacerles caso, para que
no suceda como con las sirenas que se oyen en las ciudades, a las que nadie
presta atención, o despiertan la rabia: ya
está el de siempre haciendo ruido… No podríamos aquí describirlas todas. Siempre
que estemos en una situación de sufrimiento que no comprendamos vale la pena
bajar el ritmo, dedicar un tiempo a ver qué nos sucede o qué le sucede a
quienes nos rodean.
Algo de estrés o un poco de ansiedad resultan útiles:
ayudan a estudiar un examen con más atención, a huir del peligro... Pero, así
como un hierro fuerte puede romperse con el uso excesivo y prolongado, por el
desgaste del material, la salud se perjudica ante el estrés crónico, que
conviene reconocer y evitar.
Un
ejemplo es el burnout (literalmente
estar quemado) o estrés profesional, que para muchos es simplemente una forma
de depresión. Se observa en personas que se dedican a servir o cuidar de algún
modo a otras. Se ha descrito en enfermeras, médicos, profesores, sacerdotes...,
en madres o padres de familia. En un determinado momento se agotan, pierden
eficacia y comienzan a considerar a quienes acuden a ellos (un paciente, un
alumno, un hijo…) como un problema indeseable. El derrumbe suele ir precedido de
manifestaciones más leves: hay quienes “se matan trabajando”, para ellas y ellos no hay horarios, son los únicos
salvadores de la humanidad… A lo que se añade un: nadie me comprende, no valoran mi trabajo, todo me cae a mí.
No
solo ellos han de descubrir las alarmas y profundizar en el sentido de su
trabajo. La sociedad y las instituciones tienen una gran responsabilidad, por
las obligaciones que imponen, por cómo cuidan el ambiente laboral, por el
ejemplo de los directivos, etc. Estoy convencido, como tantos colegas, de que
muchos casos de burnout no se darían
si, por ejemplo, los hospitales tuvieran horarios más racionales, más humanos…
No se me escapa que esto requiere aumento del costo, pero seguramente supondrá
un ahorro, al no tener que sustituir al personal desgastado… Algo similar
podría decirse de otras empresas o instituciones.
En
el caso de la depresión, que llega a afectar al 15 % de la población, las
señales de alarma se resumen en una tristeza exagerada que se acompaña de
apatía, falta de iniciativa, irritabilidad, insomnio, etc. A diferencia de lo
que llamaríamos tristeza normal, no siempre hay un estímulo desencadenante, la
respuesta es desproporcionada, dura por más de dos semanas y con frecuencia se
acompaña de síntomas físicos.
¿No se corre el
peligro de identificar los problemas psicológicos con las dificultades
espirituales?
En
el ser humano hay tres dimensiones en estrecha unidad: la orgánica o más
material y biológica, la psíquica que comprende una cierta inmaterialidad
cercana a lo orgánico, y la espiritual. Una
grieta en cualquiera de estas dimensiones, si es lo suficientemente profunda,
puede hacer caer el entero edificio.
Por último, ¿cuándo
se necesita un médico, un psicólogo o un sacerdote?
El
sacerdote está llamado a mostrar, a pesar de sus limitaciones personales, el
rostro misericordioso de Cristo. Con su palabra y sus gestos sabrá ser
psicólogo sin hacer psicología. Todos se beneficiarán de su consejo y en
especial de los sacramentos. La confesión de nuestras culpas, pedir perdón y
recibirlo explícitamente en nombre de Dios es un gran estabilizador de la
personalidad. Pero, como he dicho, hay muchos factores que pueden alterar la salud,
y en la duda será conveniente el recurso a un profesional de este campo. El
sufrimiento psicológico es tan cercano a la esfera espiritual, que a veces una
distinción neta no es posible.
Quien pasa, por ejemplo, por un momento de
depresión, ansiedad, o escrúpulos obsesivos, difícilmente podrá discernir si se
debe a algún defecto psicofísico o a un problema de conciencia moral. Pero un
buen profesional sabrá orientar en algunos casos hacia un confesor o director
espiritual, y estos sabrán orientar también hacia el médico. Entre todos se
buscará aliviar a quien sufre. Cuando
era estudiante escuché a un médico decir: tu
no curas una herida, curas a una persona.
Un buen profesional estará atento
a los aspectos espirituales, que diferencian a su paciente del “paciente” de un
veterinario. Es decir, tendrá presente sus miedos, sus sentimientos de culpa,
su relación con otros seres humanos. Y, si el enfermo es creyente, le
facilitará si lo desea la cercanía de un sacerdote, o ministro de su confesión
religiosa. El tema del sentido de la vida y del sufrimiento pueden surgir con
naturalidad y ¡cuánto sirve a las personas poder hablar de esto!
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